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9 - El Camino de la Sed

  Desde hacía meses, Alan caminaba hacia el este, sin otra indicación que una brújula y con el equipo que lo había acompa?ado por toda Europa. Cada paso lo alejaba un poco más de los recuerdos vivos, pero la imagen de Jennel seguía omnipresente, como un faro en su soledad. Al cabo de un mes de marcha, comenzó a notar un fenómeno extra?o: el cilindro que Jennel había encontrado parecía vibrar ligeramente con más intensidad. ?Una impresión o una realidad? Con el paso de las semanas, notó también que la parte anaranjada del cilindro se engrosaba lentamente, como si respondiera a su avance.

  Esas se?ales sutiles, imperceptibles a simple vista, se convirtieron en su único aliento. Tal vez indicaban el camino ya recorrido. Pero entonces, ?cuánto le quedaba por recorrer? La incertidumbre lo acompa?aba en cada instante, mientras el cansancio y la desolación pesaban cada vez más sobre sus hombros.

  Los Espectros no eran un problema. Había retomado su técnica inicial para evitarlos, aunque eso lo obligaba a rodeos y a veces a tomar rutas inciertas para no pasar por ciudades.

  Encontrar provisiones se convirtió rápidamente en uno de sus principales desafíos. Al cruzar las fértiles llanuras del noroeste de Turquía —hoy marcadas por una ausencia conmovedora—, buscaba en casas abandonadas con la esperanza de encontrar algún resto de comida. Los armarios solían estar vacíos, y las pocas conservas intactas estaban demasiado vencidas para ser consumidas. Un día, tras horas de búsqueda infructuosa, encontró una peque?a reserva: un tarro de judías secas y una lata de sardinas. No era un banquete, pero fue suficiente para resistir un poco más.

  La antigua abundancia de los campos de trigo, anta?o dorados bajo el sol, había sido sustituida por un caos de maleza. La ausencia de animales resultaba inquietante: ni aves ni roedores cruzaban su camino, solo cuerpos inmóviles fijados por el tiempo.

  El calor era asfixiante, y los caminos polvorientos parecían no conducir a ninguna parte. Alan avanzaba lentamente, perdido a menudo en sus pensamientos. Se aferraba a la imagen de Jennel, su recuerdo cálido y constante, que le daba una fuerza silenciosa. Cuanto más se acercaba a la costa, más verdes se volvían las colinas onduladas, pero ese verdor contrastaba dolorosamente con el vacío dejado por la humanidad.

  Al llegar a Samsun, el silencio sepulcral le dio la impresión de un cementerio a cielo abierto. Los mercados abandonados, las calles desiertas y los muelles oxidados ofrecían un espectáculo a la vez trágico e hipnótico. Caminaba bordeando la costa, sus pasos resonando en un mundo donde solo el viento parecía seguir con vida.

  El cansancio y el miedo de perderse se convirtieron en sus compa?eros constantes a lo largo de las sinuosas rutas. Alan consultaba constantemente los mapas que había encontrado, pero los carteles desvanecidos y los caminos invadidos por la vegetación hacían difícil la orientación. Una noche, mientras acampaba al borde de un bosque, se dio cuenta de que había tomado un desvío por error. La duda lo corroía: ?volver sobre sus pasos, arriesgándose a perder aún más tiempo? Cerrando los ojos, recordó el rostro de Jennel, y encontró en ese recuerdo el valor para seguir por el camino que creía correcto.

  De Samsun a Trabzon, el terreno se volvió más accidentado. Las rutas atravesaban monta?as abruptas y bosques profundos. Alan notó que los grandes árboles parecían afectados por la enfermedad de las nanitas: troncos agrietados, copas amarillentas, ramas desnudas, raíces expuestas. Incluso los árboles más peque?os mostraban se?ales de deterioro, con hojas marchitas esparcidas por el suelo.

  La casi total ausencia de animales hacía los lugares aún más opresivos: los pájaros ya no cantaban, y solo algunos cadáveres de ardillas o zorros salpicaban el paisaje.

  Las cascadas aún murmuraban, y su música suave le ofrecía un respiro fugaz. En esos momentos, cerraba los ojos y evocaba las risas compartidas con su compa?era. La soledad se volvía más pesada.

  Al llegar a Trabzon, los edificios seguían en pie, pero emanaban una aura lúgubre. Uno de los monasterios en lo alto atrajo su atención. Decidió pasar la noche allí. El interior estaba oscuro y silencioso, pero intacto. Los bancos polvorientos, los iconos desvaídos y los cirios apagados contaban una historia congelada en el tiempo. Alan encontró una hornacina donde se acomodó, envuelto en su manta. Mientras escuchaba el viento colarse entre las piedras, cerró los ojos e imaginó a Jennel a su lado, compartiendo ese silencio sagrado.

  El frío cortante de las monta?as de Georgia y Armenia hacía cada noche insoportable. Alan, mal equipado para esas regiones, tenía dificultades para encender fuego. La madera húmeda de los bosques caucásicos era un reto constante: a veces pasaba horas soplando sobre ramitas antes de obtener una llama temblorosa. Mientras tiritaba bajo una manta insuficiente, Alan buscaba desesperadamente refugio. Durante horas exploró el bosque a la luz de la luna llena, sus pies hundiéndose en la nieve costrosa. Cada tronco o sombra a lo lejos alimentaba falsas esperanzas. Por fin, justo antes de rendirse y colapsar de agotamiento —a pesar del apoyo de las nanitas—, divisó una caba?a en ruinas en lo alto de una peque?a cresta.

  El interior era oscuro y gélido, pero albergaba una estufa oxidada y algunos troncos secos. Ese fuego, reconfortante y luminoso, le recordó el calor del chalet de Maribor, un bálsamo fugaz ante su creciente aislamiento.

  En las monta?as de Georgia, los valles estaban salpicados de bosques silenciosos donde la vida animal, una vez más, parecía extinguida. Ni un ruido, ni una sombra en movimiento: solo el crujido de las ramas muertas bajo sus pies. Esa ausencia pesaba más que la soledad misma. En Armenia, los altiplanos áridos ofrecían poco descanso: los lagos cristalinos se extendían como espejos inmóviles bajo un cielo despiadadamente claro. Sus aguas, de una transparencia helada, reflejaban las cumbres circundantes, y al mismo tiempo transmitían una sensación de frialdad insondable.

  Alan, al borde de esos lagos, se dejaba atrapar por su silencio, una quietud casi opresiva, como si el tiempo mismo hubiera dejado de fluir.

  Esos lagos, con su inmensidad congelada, parecían contener secretos que solo podían ser rozados con la mirada, un eco mudo de la grandeza extinguida de un mundo olvidado.

  Al entrar en Azerbaiyán, el clima se volvió más suave, pero el sentimiento de soledad alcanzó su punto máximo. Los valles salpicados de pueblos abandonados parecían atrapados en un instante congelado. Las viviendas intactas ofrecían una ironía siniestra: todo estaba allí, pero no había nadie para disfrutarlo.

  Bakú, a orillas del mar Caspio, era una ciudad donde la modernidad y la desolación coexistían de manera inquietante. Solo dos a?os después de la desaparición de la humanidad, los signos del abandono eran aún sutiles. Los rascacielos brillaban débilmente bajo la luz del día, aunque sus ventanas comenzaban a oscurecerse por el polvo acumulado. Las calles anchas y rectas estaban casi intactas, salvo por algunos escombros arrastrados por el viento. Los carteles publicitarios seguían siendo legibles, evocando un mundo consumista ahora congelado en el silencio.

  Las plazas públicas conservaban cierta grandeza, pero la vegetación comenzaba a abrirse paso por las grietas del asfalto. Los parques, aún reconocibles, parecían atrapados en un oto?o eterno. Los edificios históricos, con sus fachadas ornamentadas, resistirían todavía mucho tiempo, aunque un velo de polvo y suciedad empa?aba su esplendor. La ciudad era una vitrina intacta, pero desprovista de alma.

  Alan se aventuró hasta la playa que bordea el mar Caspio. El mar, inmenso y gris, se extendía ante él como un espejo opaco. El agua parecía pesada, casi estancada, y desprendía un olor a algas en descomposición. Diversos restos arrastrados por las olas se acumulaban a lo largo de la orilla: trozos de madera, redes abandonadas y fragmentos de plástico. La playa, que anta?o probablemente se llenaba de risas y gritos de ni?os, estaba ahora en silencio, marcada por huellas humanas congeladas en la arena endurecida.

  El cielo estaba bajo, de un gris uniforme, y el viento que soplaba desde el mar era frío y constante. Alan se detuvo un momento, contemplando el horizonte. La inmensidad del mar, lejos de inspirarlo, le parecía opresiva, como una promesa de una soledad aún mayor. Se arrodilló en la playa desierta, la mirada fija en la lejanía. Todo el camino recorrido, y sin embargo el final seguía pareciendo inalcanzable.

  En esos momentos de abatimiento, fue la imagen de Jennel la que lo levantó. Apretó el cilindro en su mano, sintiendo una vibración más intensa, y se obligó a levantarse. Cada etapa de ese viaje reforzaba su soledad, pero Jennel seguía siendo su guía, su estrella en la noche infinita.

  JENNEL

  Estoy sentada sobre una roca cerca de la Fuente, mirando al mar. El viento se ha levantado, trayendo consigo un frío cortante que anuncia el invierno. El cielo está bajo, grisáceo, y gotas de lluvia golpean la piedra de vez en cuando. Todo parece más oscuro, más pesado. El verano ha quedado muy atrás, al igual que Alan.

  Seis meses. Seis meses interminables sin una sola noticia. Intento convencerme de que es normal. El camino es largo, aún debe recorrer el viaje de vuelta. Pero estos pensamientos no alivian nada. Su ausencia es un vacío que crece un poco más cada día.

  Miro a Johnny y Maria-Luisa, mis dos guardaespaldas improvisados. No me dejan sola. Johnny tiene los brazos cruzados sobre el pecho, mirando hacia el mar como si esperara un peligro invisible. Maria-Luisa está más relajada, pero sus ojos van constantemente de mí al horizonte. Cuando les propuse que se relajaran, Johnny me respondió con una media sonrisa: ?Orden del Jefe?. Son adorables, pero un poco pesados.

  Dicho esto, los veo cada vez más cercanos. Johnny se comporta como un adolescente con Maria-Luisa: la mira de una forma que me hace sonreír. Ella no parece indiferente, aunque lo molesta constantemente. Esa complicidad naciente entre ellos me enternece. Lo mismo ocurre con Yael y Bob: su conexión es evidente, y es bonito ver cómo surgen lazos en este mundo roto.

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  Rose, en cambio, nunca se ha recuperado de la muerte de Michel. Evita el tema, pero se le nota en la mirada. Está ausente. Eso me recuerda a mí misma.

  El pueblo está casi vacío. Aquellos que acampaban fueron los primeros en irse, incapaces de soportar la inquietud o la falta de recursos. Según Imre, solo quedan unos quinientos Supervivientes. Es tan poco. El valle parece más vacío que nunca.

  Los miembros de nuestro grupo original son encantadores conmigo. Me miman. A veces demasiado. Es reconfortante. Ninguna deserción. Todos mantienen el ánimo... delante de mí. Pero no me enga?o. Sé que la duda se insinúa, que se desliza por las mentes cuando no estoy.

  No pienso tolerar la más mínima duda. Si tengo que ser la última en creer en su regreso, lo seré. Y si no queda nadie más en el pueblo, seré yo la que espere.

  Al salir de Bakú, Alan eligió rodear el mar Caspio por el sur, atravesando paisajes contrastantes, a veces verdes, a veces desérticos, que reflejaban la extra?eza de su viaje.

  En cuanto entró en tierras iraníes, Alan quedó impresionado por el cambio radical de paisaje. Las colinas verdes que bordeaban el mar Caspio parecían escapar a la desolación encontrada en otras partes. Los árboles, aunque en lucha contra un lento declive, todavía ofrecían tonos de verde vivo, y ríos sinuosos cortaban los valles en una armonía apacible. Los campos abandonados, antes cultivados con esmero, estaban ahora invadidos por vegetación salvaje, pero aún evocaban el esfuerzo humano.

  El clima, templado y húmedo, contrastaba con las zonas áridas que había dejado atrás. Sin embargo, esa abundancia vegetal no bastaba para ocultar la ausencia humana. Los pueblos costeros, aún en pie, estaban en silencio, congelados como escenarios olvidados. Una noche, Alan decidió dormir en un muelle cubierto de algas y conchas. El mar tranquilo, casi inmóvil, reflejaba un cielo cargado de nubes pesadas.

  Se instaló sobre una caja abandonada, envuelto en su manta, bajo el refugio de un viejo hangar con vigas deterioradas. El golpeteo regular de las olas contra los pilares rotos era el único sonido que perturbaba el silencio. El aire marino fresco le provocaba escalofríos, y la humedad parecía infiltrarse en cada fibra de su ropa.

  Mientras observaba el horizonte ennegrecido, una profunda melancolía lo invadió. Cada ola que rompía suavemente parecía susurrarle recuerdos perdidos, momentos compartidos con Jennel. Alan apretó el cilindro entre sus manos, buscando en su vibración un eco de esperanza. La noche fue larga y agitada, marcada por sue?os donde su compa?era aparecía fugazmente, siempre fuera de su alcance. Cuando abrió los ojos, el cielo ya se te?ía de gris, y el mar parecía aún más pesado, cargado de una tristeza infinita.

  Alan recorría esa costa, buscando algo de consuelo en la belleza natural que aún escapaba al dominio de la muerte. Recogía agua en arroyos, refugiándose en casas que todavía olían a humedad y madera podrida. Las noches estaban marcadas por el sonido de las olas, pero su sue?o siempre era perturbado por el mismo sue?o: Jennel, tendiéndole la mano, al borde de un acantilado, en silencio.

  Cuanto más se alejaba Alan de las regiones costeras de Irán para avanzar hacia el norte y Turkmenistán, más cambiaba dramáticamente el paisaje. El verdor cedía paso a llanuras semiáridas, donde solo algunos arbustos raquíticos y matorrales dispersos rompían la monotonía del horizonte. El suelo agrietado bajo sus pies hablaba de una tierra sedienta, y el calor regresaba, implacable, aunque el viento del norte traía a veces un respiro helado.

  Las carreteras que tomaba estaban casi desiertas, a menudo enterradas bajo dunas formadas por vientos violentos. El cielo, de un azul abrumador durante el día, se convertía por la noche en una extensión estrellada, un espectáculo magnífico pero también cruel en su indiferencia. Alan, a menudo sin agua, escudri?aba el horizonte en busca de pozos abandonados o puntos de agua se?alados en sus mapas. Un día, finalmente llegó a un pozo indicado por un viejo cartel oxidado. Con la esperanza terca de un hombre desesperado, se arrodilló para accionar la antigua bomba de metal, cuyo chirrido desgarrador rompió el silencio del desierto. Pero no salió ni un hilo de agua, solo un soplo de aire caliente y seco que le quemó el rostro. Desconcertado, Alan miró al fondo, solo para ver un vacío oscuro y polvoriento. Ese revés, cruel en su simpleza, lo sacudió. Se levantó lentamente, con la garganta seca, y sintió cómo el sol intensificaba su abatimiento. No era más que otro recordatorio brutal de la hostilidad del camino.

  Al entrar en Turkmenistán, Alan sintió un aislamiento aún más profundo. El desierto de Karakum se extendía ante él, un mar de arena y rocas donde la vida parecía imposible. Los raros vestigios de actividad humana, como postes de telégrafo inclinados o restos de viejas carreteras asfaltadas, eran recordatorios fantasmales de una época pasada.

  Avanzar era agotador. Cada paso en la arena profunda requería un esfuerzo monumental, y el sol abrasador parecía absorber toda la energía. La noche traía un frío cortante, obligando a Alan a envolverse con todo lo que tenía para conservar un mínimo de calor. A pesar de las condiciones extremas, seguía avanzando, guiado siempre por la vibración persistente del cilindro de Jennel, cuya parte anaranjada cubría ya casi toda la superficie, promesa de un destino cercano.

  Una tarde llegó a una estructura abandonada: una antigua estación de descanso en ruinas, perdida en medio de la nada. El lugar estaba desolado, pero encontró refugio bajo lo que quedaba de un techo derrumbado. El viento soplaba con una fuerza agotadora, levantando torbellinos de arena que azotaban su rostro e invadían cada pliegue de su ropa. Poco a poco, la luz del día se desvanecía, oculta por una nube densa y móvil que oscurecía el paisaje.

  La tormenta de arena se intensificó. El estruendo del viento, combinado con el chasquido de los granos de arena golpeando la estructura, creaba una atmósfera opresiva. Alan intentó protegerse mejor, envolviéndose en su manta y abrazando su mochila para evitar que la arena se colara entre sus pertenencias. Respirar se volvía difícil, cada inhalación parecía mezclar aire con polvo.

  A pesar del refugio relativo, la arena se acumulaba lentamente a su alrededor, cubriendo sus botas y sus cosas. Observaba la oscuridad cambiante más allá del refugio, incapaz de distinguir nada a través de las olas giratorias. Cada ráfaga parecía un susurro, como si el desierto intentara comunicarse en un idioma que él nunca entendería. La tormenta duró horas, y Alan, acurrucado, esperó con una paciencia forzada a que regresara la calma. Cuando por fin el viento disminuyó, salió lentamente, cubierto de arena, con la mirada perdida en la inmensidad de un paisaje que parecía aún más desolado que antes.

  Al mediodía, Alan sintió de repente que la vibración del cilindro cesaba. Cuando lo sacó de su mochila, notó que estaba completamente naranja. Una terrible inquietud lo invadió: ?estaba fallando el cilindro, afectado por el calor y la arena? ?O acaso había llegado a su destino?

  A su alrededor, el desierto se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpido solo por una carretera recta que parecía fundirse con el horizonte. El calor era insoportable, haciendo que cada respiración fuera un esfuerzo. ?Qué hacer? Alan pasó el resto del día buscando sombra bajo su tienda improvisada, pero el alivio era mínimo. El agua, casi agotada, ya no calmaba su garganta reseca. Divisó un cartel oxidado que indicaba un pozo más adelante, pero a esa distancia, parecía inalcanzable.

  Al ponerse el sol, no podía dejar de pensar en Jennel. ?Había fracasado? ?Iba a morir allí, solo, en ese desierto implacable? Ni siquiera las nanitas podían evitar que la sed lo consumiera. Le había prometido a Jennel que volvería, pero ahora la imaginaba esperando sin esperanza. Ese pensamiento lo persiguió toda la noche.

  La arena, aún caliente por el sol, quemaba su piel a través de la manta. Su garganta estaba tan seca que dolía. Empezó a notar los primeros signos de deshidratación: mareos al cerrar los ojos, una debilidad creciente en las extremidades y punzadas dolorosas en la cabeza. Cada hora parecía eterna. Cuando finalmente amaneció, Alan estaba exhausto, abrumado por la realidad de su situación.

  JENNEL

  Hoy hace nueve meses y doce días desde que Alan se fue. No he olvidado ni uno solo. Cada día sin él pesa como una piedra más en mi corazón, pero me aferro a mi esperanza.

  Sé que la situación es crítica. La primavera regresa al valle, y los Supervivientes que resistieron el invierno han agotado su paciencia. Para ellos, Alan está muerto.

  Pero eso no puede ser. Me prometió que volvería.

  No puedo creer otra cosa. Me niego. Mi esperanza es una fortaleza que no dejaré que nadie derrumbe.

  Incluso mis amigos más cercanos intentan hacerme ceder. Dicen que me equivoco, que debería hacer el duelo, pensar en el futuro. Pero para mí, dudar de Alan es traicionarlo.

  Esta noche voy a participar en la Asamblea General de todos los Supervivientes de Kaynak. Quieren decidir si abandonan el pueblo para buscar un nuevo refugio. Una idea tan ilusoria como ridícula. Sé lo que piensan: que ya no hay nada que esperar aquí, que el Faro no es más que un mito, un callejón sin salida.

  Estaré allí. Les diré lo que pienso de ellos y de su idea estúpida. Y les recordaré que Alan me prometió regresar. Y que yo... lo estoy esperando.

  Alan estaba al límite de sus fuerzas. Su garganta le dolía terriblemente, y cada intento de alimentarse era un fracaso. Aun así, logró salir de su tienda. El sol ya estaba alto en el cielo, y el calor aplastante parecía querer vencerlo. Caminaba tambaleante, luchando por mantenerse en pie, con las piernas temblorosas bajo su peso. El aire era tan seco que parecía absorberle la vida con cada respiración.

  —No es justo.

  Las palabras de Jennel le volvieron a la memoria.

  —Notión que les pertenece. útil para funcionar.

  Alan dio un respingo. ?La voz venía de su mente? Se giró bruscamente, a pesar del agotamiento, y su visión borrosa empezó a distinguir una silueta sentada sobre una roca casi negra. Una mujer peque?a, envuelta en un atuendo que casi se fundía con los tonos del desierto, lo observaba fijamente.

  —Poco de su tiempo. Difícil mantener esta puerta abierta.

  Sus labios no se movían. Alan se frotó los ojos, convencido de que estaba delirando. Pero la voz persistía, clara en su mente.

  A pesar de su dificultad para concentrarse, reconoció a la mujer de su sue?o en Italia. Aquella que había permanecido como un misterio, un eco de su subconsciente... o quizás algo mucho más profundo.

  —Intercambio no vocal —explicó ella simplemente.

  Una frase surgió en la mente de Alan, casi instintivamente. Era la que lo había perseguido desde aquel sue?o:

  ?La lógica ha sido alterada.?

  La peque?a mujer asintió lentamente.

  —Su tarea.

  Alan, sorprendido de tener aún fuerzas para hablar, preguntó débilmente:

  —?Ya lo está?

  —Depende —respondió ella con misterio.

  —Información clave… —empezó a decir.

  Unos minutos después, Alan, aturdido y superado por las palabras de la mujer, incapaz de analizarlas con claridad, la vio darse la vuelta. Sus últimas palabras fueron:

  —último encuentro.

  Ella alzó la mano y se?aló un punto en el horizonte:

  —Allí.

  Y luego, tan repentinamente como había aparecido, se desvaneció, dejando tras de sí un silencio pesado.

  Alan, reuniendo sus últimas fuerzas, se puso en marcha. Cada paso era un suplicio, pero avanzaba lentamente por una pendiente arenosa, con los ojos fijos en el punto indicado. El desierto, con su resplandor cegador y su calor abrasador, parecía querer retenerlo, pero algo en lo más profundo de él lo impulsaba a seguir.

  Algo lo esperaba. Quizá, justo allí.

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