Cuando llegó la noche, José volvió a sacar su guitarra, y las conversaciones se fueron apagando poco a poco para dejar espacio a la música. Tocó varias piezas sencillas que el grupo cantó al unísono, el ambiente volviéndose cada vez más cálido.
Rose lanzó una mirada pícara a Alan.
—?Podrías al menos cantar algo!
Alan negó con la cabeza, divertido pero firme.
—Creo que prefiero dejar eso para los demás.
La noche avanzaba suavemente, las risas y la música llenando el aire marino. Y llegó por fin el momento más temido por Jennel.
Fiel a sí misma, Rose tomó la palabra.
—?Muy bien, muy bien! ?Ahora, nuestra solista! Jennel, prometiste una canción.
Jennel se sonrojó, buscando una escapatoria, pero ya era demasiado tarde. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Alan sintió que el corazón se le encogía al verla tan nerviosa.
Jennel se levantó despacio, las manos temblorosas, y se acercó a José para susurrarle algo al oído. José sonrió y ajustó su guitarra.
Jennel tomó una gran bocanada de aire.
Y empezó a cantar.
Stuck on you
Estoy enganchada a ti
I've got this feeling down deep in my soul that I just can't lose
Tengo esta sensación en lo más profundo del alma que no puedo
perder
Guess I'm on my way
Supongo que estoy en camino
Needed a friend
Necesitaba un amigo
And the way I feel now I guess I'll be with you 'til the end
Y con lo que siento ahora, supongo que estaré contigo hasta el final
Guess I'm on my way
Supongo que estoy en camino
Mighty glad you stayed
Muy feliz de que te quedaras
I'm stuck on you
Estoy enganchada a ti
A medida que las palabras resonaban, Alan sintió el corazón encogerse. Cada verso parecía dirigido solo a él. Jennel, con los ojos cerrados, cantaba con una emoción cruda, sincera. Su voz era extraordinaria.
Cuando terminó, cayó un silencio denso, lleno de significado. Luego estallaron los aplausos.
Jennel abrió los ojos y buscó a Alan entre la multitud.
Sus miradas se cruzaron.
Alan, conmovido, no pudo pronunciar una sola palabra.
La velada terminó con ese momento intenso. Uno a uno, todos se fueron retirando, el corazón en paz, con la certeza de que ya no eran solo Supervivientes reunidos por las circunstancias. Ahora eran un grupo de amigos, unidos por una esperanza común.
Jennel, todavía emocionada, corrió hacia la playa. Su cabeza daba vueltas: la canción, los aplausos, las felicitaciones de todos... Todo eso formaba un torbellino de emociones.
Caminó hasta el borde del agua, la arena aún tibia bajo sus pies descalzos. El suave vaivén de las olas acompa?aba su respiración agitada.
Y esperó.
Levantó los ojos hacia el horizonte, buscando una respuesta en el mar tranquilo. El viento acariciaba suavemente su largo cabello casta?o, entrelazando algunos mechones con el aire salado.
Cerró los ojos, sintiendo el susurro de las olas en sus oídos, como un lamento melancólico. Luego, un escalofrío la recorrió. No por el viento, sino porque sintió su presencia detrás de ella. Su corazón se aceleró, como respondiendo a un llamado invisible.
Alan posó las manos suavemente sobre sus hombros, rozándolos como si fueran de porcelana. Ella no se movió, pero una sonrisa sutil se dibujó en sus labios. Lentamente, él se inclinó, y el mundo pareció desaparecer. El sonido del mar se convirtió en una simple nana lejana mientras depositaba un beso en su mejilla, justo en el borde de sus labios, como una promesa inconclusa.
El tiempo pareció desgarrarse en ese instante, mezclando pasado, presente y un futuro incierto. En ese beso estaba todo: la ternura de una despedida, la esperanza de un nuevo comienzo, y la fuerza de un amor que desafiaba incluso el fin de las cosas.
Ella abrió los ojos, se giró lentamente, y en su mirada él vio el eco del infinito. Eran dos almas perdidas en un mundo que se apagaba, pero vivas, vibrantes, y por un instante eterno, invencibles.
Sus labios se encontraron al fin. Cuando se separaron, sus frentes quedaron unidas, sus respiraciones entrelazadas.
Ella se echó hacia atrás ligeramente, los ojos brillando con una chispa traviesa.
—Entonces... esa caba?a de la que todos hablan… ?la vamos a visitar? —preguntó en un susurro.
—Si quieres —respondió él con una leve risa, entre la emoción del momento y la diversión ante su espontaneidad.
Ella alzó una ceja, ladeando la cabeza:
—Y dime… ?la cama es estrecha?
él estalló en una risa clara y franca, que disipó el peso de un mundo moribundo y devolvió algo de vida, de ligereza. Le tomó la mano, apretándola suavemente.
—Lo verás tú misma —dijo, fingiendo misterio, los ojos chispeando con picardía.
Juntos, se alejaron del borde del mar, caminando entre las dunas donde la arena aún guardaba el calor del día. Cada paso los acercaba más a la caba?a, que se dibujaba frente a ellos: sencilla y modesta, una peque?a estructura de madera desgastada por el viento marino.
Cuando llegaron, él abrió la puerta, revelando el interior rústico, iluminado por los últimos rayos del sol. Ella recorrió la habitación con la mirada, y luego la posó sobre la cama: peque?a, sí, pero acogedora.
—Sabía que tenía razón —dijo con una sonrisa ladeada.
—Siempre —respondió él, sin saber del todo a qué se refería.
Sus miradas se encontraron y se detuvieron allí, suspendidas en un silencio donde cada latido del corazón resonaba como un eco profundo. Alan dio un paso hacia ella, lento, casi con contención. Jennel, inmóvil, lo seguía con los ojos, los labios entreabiertos como si contuviera el aliento.
él posó una mano vacilante sobre su mejilla, la palma cálida sobre su piel suave. Ella cerró los ojos ante ese contacto, inclinando ligeramente la cabeza, invitando sin palabras. Sus labios se encontraron en un beso tierno, pausado, cargado de una emoción que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Jennel sintió los dedos de él rozar sus hombros, y sin una palabra, Alan deslizó un tirante de su vestido, luego el otro. La tela sedosa cayó suavemente por sus brazos, como una caricia. Un leve estremecimiento la recorrió, no de frío, sino de esa calidez que empezaba a nacer entre los dos.
Abrió los ojos y lo miró un momento, las mejillas ligeramente sonrojadas por una timidez que no intentaba ocultar. Luego, con suavidad, sus manos encontraron los botones de la camisa de Alan. Temblaban un poco, pero ella se concentró, desabrochándolos uno a uno, sin apartar la vista de sus ojos, vigilando cada reacción suya.
Alan la dejó hacer, sus propias manos deslizándose ahora por sus brazos desnudos, hasta posarse en su cintura. Cuando ella le quitó la camisa por los hombros, él también se estremeció, y sus miradas se cruzaron otra vez, ahora más intensas.
Sus gestos seguían llenos de una vacilación febril, cada caricia, cada movimiento era casi una pregunta silenciosa. Los dedos de Alan se demoraban en la curva de su espalda, mientras las manos de Jennel recorrían su piel con ternura, como si quisiera memorizar cada instante.
El ritmo de sus corazones se aceleró, entrelazado con sus respiraciones entrecortadas. Se entregaron un poco más, sus cuerpos acercándose, sus gestos ganando confianza sin perder nunca aquella delicadeza atenta. Todo a su alrededor se desvanecía, no quedaba más que la calidez de sus cuerpos, la intensidad de ese momento en que se descubrían con una ternura infinita.
El día naciente acariciaba la habitación, derramando una luz dorada sobre las sábanas. Alan abrió los ojos, despacio, como si temiera romper un sue?o frágil. Todo parecía irreal, suspendido en el tiempo. Entonces giró la cabeza y la vio, acostada a su lado.
Estaba despierta, los ojos entrecerrados, la mirada perdida entre la luz de la ma?ana y el silencio apacible de la caba?a. Su cabello casta?o caía en cascada sobre la almohada, algunos mechones cruzándole el rostro. Instintivamente, él levantó la mano y apartó uno de ellos, rozando su piel con una delicadeza casi temerosa. Recordó que ya había hecho ese gesto antes, y por un segundo temió su reacción.
Ella parpadeó y lo miró, con un brillo extra?o en sus pupilas. No había sorpresa, ni risa, solo una calma profunda y una chispa que él no comprendía del todo.
—?Todo bien? —susurró él, con tono ligero, sin esperar realmente una respuesta.
Ella guardó silencio por un momento, antes de decir, casi imperceptiblemente:
—Ya lo he vivido.
Alan se quedó inmóvil, la mano todavía cerca de su rostro. Sus palabras resonaron en el aire tranquilo de la habitación como un enigma.
—?Qué...? —preguntó al fin, sin burla, solo con una curiosidad sincera.
Ella apenas giró la cabeza, su mirada perdiéndose de nuevo en los rayos del sol.
—Esta escena… tú, yo… la luz, tu mano… Todo.
Pasaron unos segundos, suspendidos en el tiempo.
Jennel se había sentado con las piernas cruzadas sobre la cama. Sus manos descansaban sobre sus rodillas, su mirada fija, concentrada. Alan la observaba en silencio.
—Lo sé ahora —dijo ella—, al menos uno de mis sue?os extra?os era premonitorio.
Asintió suavemente, los ojos bajos. Tras otro momento de silencio, comenzó a hablar, su voz apenas audible:
—Tuve cuatro sue?os… distintos. Cada uno durante varias noches, antes del día en que nos conocimos.
Inspiró hondo, como si buscara reunir sus recuerdos, y continuó:
—El primero… era caos. Ruidos agudos, destellos de luz que me cegaban, un miedo visceral que me paralizaba. Pero… también había determinación, algo o alguien que me tranquilizaba, una presencia que no lograba distinguir.
Apretó los pu?os, cerrando los ojos un instante, antes de continuar:
—El segundo sue?o era algo más claro. Veía un paisaje árido, seco. Una colina se alzaba en el horizonte, y un hombre subía por un sendero sinuoso. Estaba solo, y lo veía de espaldas. Ese sue?o estaba cargado de tristeza, de angustia… de una sensación de vacío profundo.
Alan permanecía inmóvil, sus rasgos fijos en una atención intensa. Jennel se pasó una mano nerviosa por el cabello y continuó, su voz más frágil:
—El tercer sue?o… era nítido. Pero incoherente. Estaba en un campo arado, con surcos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Había dos ni?os conmigo… un ni?o y una ni?a. Parecían ser míos… Lo cual es imposible, por culpa de las nanitas.
Hizo una pausa, los ojos nublados. Su voz tembló mientras seguía:
—El hombre apareció, muy lejos, al final de uno de los surcos. Los ni?os corrieron hacia él gritando… “Papá”.
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Se interrumpió bruscamente, la garganta anudada por la emoción. Alan extendió la mano para rozar la suya, un gesto silencioso de apoyo. Jennel tragó saliva con dificultad y respiró hondo antes de hablar del último sue?o.
—En el cuarto sue?o… yo… estaba acostada en un lugar extra?o. Las paredes eran de madera, pero la cama era de metal, fría. Un hombre estaba conmigo. Sentía… un amor profundo, casi tangible. En un momento, levantó la mano y… me apartó un mechón de pelo.
Un sollozo escapó, incontrolable, y se cubrió el rostro con las manos.
—Quería tanto volver a tener ese sue?o —susurró—. Fue tan hermoso. Y esta ma?ana… mi amor… se volvió realidad.
Levantó la vista hacia Alan, los ojos ba?ados en lágrimas.
—Desde que te conocí, supe que tú eras el hombre de mi cuarto sue?o. Pero… quería estar segura de que no era… una fantasía creada por las nanitas. Sobre todo… cuando vi la caba?a.
Alan, con la garganta cerrada, pasó un brazo alrededor de ella y la abrazó. No hacían falta palabras. Los sue?os de Jennel, aunque envueltos en misterio, parecían otra pieza del rompecabezas de su extra?o destino.
Jennel levantó la cabeza, una chispa de remordimiento en la mirada.
—Perdóname por haberte ocultado esos sue?os —susurró.
Alan apoyó una mano reconfortante en su mejilla.
—Jennel, quizás fue lo mejor. Si lo hubiese sabido antes, habría cambiado muchas cosas. Todo sucedió de forma natural, como debía ser.
Ella esbozó una sonrisa tímida.
—?Natural… de verdad?
Alan rió suavemente.
—Si lo hubiera sabido, no habría tenido que conquistarte, mi amor.
Jennel le dio un suave golpe en el hombro.
—?Por favor! ?Fui yo quien te conquistó!
Ambos estallaron en carcajadas, el sonido resonando como una melodía dentro de la caba?a. Alan la atrajo hacia sí, y sus risas se fundieron en un beso tierno. El tiempo pareció detenerse para ellos, y la hora de la partida del grupo se sintió de repente muy lejana.
Una eternidad después:
—Deberíamos levantarnos ya…
Se vistieron a toda prisa, cruzándose y rozándose en lo estrecho de la habitación. Una camisa mal abotonada, unos vaqueros puestos al revés —sus movimientos eran rápidos pero torpes, salpicados de risitas contenidas.
—Eres más lento que yo —lo provocó ella, tirando del cuello de su chaqueta.
—Porque me estás mirando —replicó él riendo, mientras buscaba desesperadamente sus zapatos.
La ducha improvisada por Alan fue rápida, casi apurada, pero las salpicaduras y las risas se mezclaban, mojando las paredes como momentos robados a la rutina. Finalmente salieron, aún con el pelo húmedo, y se apresuraron hacia la puerta.
Jennel dio unos pasos, luego se detuvo de golpe. Miró a su amigo, los ojos abiertos de sorpresa.
—?Veo tu Espectro! —exclamó.
—?Es sorprendente! ?Y ayer? —preguntó Alan, ya intuyendo la respuesta.
—No, no lo veía cuando viniste a la playa.
—Tal vez algo pasó anoche —sugirió él con una sonrisa insinuante.
—Bueno, ya sabemos cómo tratar ese tipo de problema —concluyó ella entre risas.
Cuando se reunieron con sus compa?eros, de pie en círculo alrededor de una mesa de madera cubierta de tazas de café casi frías, las miradas cómplices los recibieron. Johnny, con una sonrisa burlona, les soltó:
—Casi pensábamos que habían decidido abandonarnos.
—Lo siento —respondió ella con una falsa cara de culpabilidad—. Nos... entretuvimos un poco.
Las risas estallaron, cálidas y sin juicio. Se sentaron también, con las mejillas ligeramente sonrojadas, pero sus miradas lo decían todo: aquellos instantes solo les pertenecían a ellos.
JENNEL 99.
No escribí nada ayer. Solo ha pasado una vez antes. Pero ayer estuve muy ocupada con mi hombre. Evitaré escribir los detalles.
Lo adoro, y no me da miedo escribirlo.
Le conté todo sobre mis sue?os. No se enojó por mis secretos.
Dijo que era mejor que todo se diera de forma natural. No quiero contradecirlo, pero no veo mucho de “natural” en nuestro amor.
Pero no me importa. Eso no es lo importante.
Ese día, la jornada fue agobiante. El calor sofocante se unía a un cielo tormentoso, surcado de nubes pesadas que, sin embargo, no querían soltar la lluvia. El sol brillaba con una luz cruda, intensificando cada detalle del paisaje. Michel, con su pragmatismo habitual, había sugerido caminar solo por la ma?ana. El cansancio acumulado, que ni siquiera los nanites disipaban por completo, y la promesa de un calor aún más opresivo en las horas siguientes, lo habían convencido de que era la mejor opción. Desde hacía unos días, ese ritmo se había impuesto al grupo, una estrategia necesaria en ese mes de junio donde cada tarde se volvía un desafío. Su destino era Avi?ón, una ciudad que, pese a la Ola, había conservado parte de su aura.
Desde hacía varios días, Alan había notado un detalle inquietante: ningún Espectro a la vista. Eso lo preocupaba tanto como lo aliviaba. La ausencia de esas visiones era inusual, casi antinatural. Extra?o. Aun así, no había compartido sus reflexiones con Jennel ni con los demás. Aún no.
En la segunda mitad de la tarde, tras un merecido descanso, Jennel y Alan decidieron visitar el Palacio de los Papas, un monumento mítico del que Jennel siempre había oído hablar, pero que nunca había tenido la oportunidad de ver con sus propios ojos. Al llegar ante el edificio, notaron que la plaza estaba extra?amente vacía. No había cadáveres en los alrededores: la Ola había golpeado un día de cierre, y ese detalle, aunque anecdótico, les evocó una especie de tregua silenciosa. Pero pudieron entrar.
El Palacio de los Papas, imponente y majestuoso, los sedujo por su silueta austera y sus murallas color crema, marcadas por los siglos. Jennel y Alan avanzaron hacia el vasto patio de honor, sus pasos resonando suavemente sobre los adoquines desgastados por generaciones de visitantes.
—Mira lo enorme que es... Nos hace sentir tan peque?os aquí —susurró Jennel, alzando la vista hacia las altas torres que dominaban el patio.
Alan asintió, observando los detalles de las ventanas góticas y los almenajes afilados.
—Sí, pero todo este vacío... Es casi opresivo, ?no te parece?
Habían entrado por el inmenso portón de madera, con herrajes antiguos que brillaban bajo la luz oblicua del sol. El aire era más fresco, incluso en ese día caluroso, y cada rincón del palacio parecía susurrar secretos olvidados. Las enormes salas interiores, decoradas con frescos descascarados y techos abovedados, amplificaban sus voces cuando hablaban.
—?Crees que hacían banquetes aquí? —preguntó Jennel, deteniéndose en el centro de la Sala del Consistorio. Sus ojos recorrieron las paredes gruesas, donde aún quedaban fragmentos de pinturas.
—Probablemente —respondió Alan, pensativo—. Pero imagina toda la política, las intrigas... Este lugar debió ser un verdadero nido de víboras.
Ella esbozó una sonrisa, divertida por el comentario.
—Me pregunto si todo eso todavía se siente. Sabes, como si las paredes aún estuvieran impregnadas de lo que pasó.
Más tarde, llegaron a la terraza que dominaba la ciudad. El Ródano brillaba a lo lejos, flanqueado por tejados ocres y callejuelas sinuosas. Jennel se apoyó en la barandilla, el cabello agitado por una brisa suave.
—Es hermoso —dijo simplemente, con una voz te?ida de melancolía—. Pero ahora está todo tan tranquilo... Demasiado tranquilo.
Alan se le unió, posando una mano sobre su hombro.
—Sí. Parece que el mundo está conteniendo el aliento. Pero aún quedan lugares como este para recordarnos lo que fue la grandeza humana.
Permanecieron allí un rato, contemplando la vista y dejando que sus pensamientos vagaran entre las sombras del pasado.
Al salir del Palacio, Alan compartió finalmente su ligera inquietud.
—Esta ausencia de Espectros… me perturba. No sé por qué, pero no puedo dejar de pensar en ello.
Jennel giró la cabeza hacia él, sonriendo.
—Alan, hay tan pocos Supervivientes ahora. Quizá solo sea eso. Una coincidencia.
Frunció el ce?o, pensativo.
—Tal vez…
—Sabes, no soy tan buena como tú interpretando esos Espectros. Veo los colores, siento algo, pero todavía es un poco confuso para mí.
Levantó una ceja, divertida.
—?Ah, lo admites! Es cierto que he tenido más ocasiones de convivir con otros Supervivientes que tú.
Alan le lanzó una mirada cómplice.
—Entonces ayúdame. Hazme una lista de esos colores, y lo que significan.
Jennel se detuvo un instante, reflexionando.
—De acuerdo, pero escucha bien. El rojo, eso es obvio, es agresión, ira, pero a veces también una forma de pasión incontrolada. El naranja es más ambiguo. Puede mostrar una excitación nerviosa o una intención incierta, algo que oscila entre la acción y la duda. El amarillo, sí, es alegría, pero también una ambición calculada. Una intención optimista, pero a veces interesada.
Alan, intrigado, asentía, memorizando cada detalle.
Jennel continuó:
—El verde, a menudo representa la esperanza, como ya te he dicho, pero hay matices. Un verde claro es una esperanza ingenua. Un verde más oscuro indica resolución, una intención firme pero con cautela. El azul puede ser tristeza, sí, pero también una forma de calma profunda, incluso una represión emocional. El violeta… es fascinante: el misterio, pero también una forma de respeto mezclado con distancia, o incluso una fascinación obsesiva en algunos casos. Y por último, está el negro…
Alan frunció el ce?o.
—?Negro? Nunca lo he visto.
Jennel lo miró con gravedad.
—El negro es la nada. La ausencia total de intención o una hostilidad tan pura que no deja traslucir nada. Es raro, pero si alguna vez lo ves, desconfía.
—?Tú lo has visto? —preguntó con cierta aprensión.
—Una vez, durante un segundo, en un hombre —respondió ella, súbitamente más seria.
—?Y entonces?
La respuesta cayó como un cuchillo.
—Lo maté.
Silencio.
Alan respiró hondo.
—Gracias. Ahora lo tengo más claro.
La sonrisa volvió lentamente al rostro de Jennel.
—Entonces… ?cincuenta euros por esta clase particular, te parece bien?
Alan sonrió mientras negaba con la cabeza.
—No tengo dinero encima. Pero puedo pagarte en especie.
Ella lo miró con una sonrisa traviesa en los labios.
—Entonces me lo pensaré.
Aquella noche, el campamento se instaló temprano, a la sombra de un peque?o bosque de álamos. Los árboles, altos y esbeltos, formaban una bóveda ondulante bajo la brisa que soplaba suavemente desde el Ródano. El susurro de las hojas creaba una melodía apacible, casi hipnótica, mientras las sombras proyectadas por los últimos rayos del sol danzaban sobre el suelo irregular. El calor del día se había suavizado, dejando paso a una tibieza agradable, aunque cargada de la electricidad de una tormenta inminente.
No muy lejos, el Ródano reflejaba los matices del crepúsculo, sus aguas oscuras surcadas por destellos dorados. De vez en cuando, una ola más fuerte golpeaba suavemente la orilla, a?adiendo una nota grave a la atmósfera. A lo lejos, las monta?as comenzaban a oscurecerse, engullidas por las nubes de tormenta que se acercaban lentamente. Relámpagos lejanos iluminaban intermitentemente el horizonte, dibujando siluetas efímeras sobre la cresta de los relieves.
Las tiendas se habían montado al azar, algunos prefirieron acercarse al río para captar el frescor del agua, otros se quedaron al abrigo de los árboles. El aire llevaba un olor a tierra caliente, mezclado con el de las hojas secas, típico de la sequía reinante. El grupo había encendido un fuego discreto, limitado a una llama tenue para evitar cualquier riesgo de incendio. Todos se agruparon alrededor, intercambiando murmullos tranquilos.
La tormenta seguía amenazando en el horizonte, sus nubes negras dominaban el cielo sin moverse. Aunque la lluvia aún no era inminente, el grupo sabía que acabaría llegando, trayendo consigo un respiro bienvenido para la tierra reseca.
La cena se alargó en una atmósfera apacible, con conversaciones entrecortadas por risas y reflexiones sobre el día. Cuando Alan se levantó para pedir la palabra, Jennel alzó las cejas, sorprendida por su iniciativa. Michel, en cambio, no mostró ninguna reacción, como si lo hubiera anticipado. Alan tomó una profunda inspiración antes de hablar.
—Estaba previsto, como de costumbre, que intentáramos contactar con otros Supervivientes en la región, a pesar de los peligros que eso implica. Sin embargo, después de varios días de observación, puedo confirmar que no hay nadie cerca. Eso resuelve la cuestión por ahora.
Luego se volvió hacia Rose, preguntándole si los recursos disponibles serían suficientes para mantener a un grupo más grande. Rose, visiblemente pensativa, respondió tras un breve silencio:
—Ya es difícil. Las búsquedas llevan cada vez más tiempo. Si el grupo crece, se volverá problemático.
Alan asintió, tomando en cuenta su respuesta, y luego prosiguió:
—En ese caso, propongo que abandonemos esta práctica. El tiempo invertido en esas búsquedas podría usarse mejor para avanzar y recolectar.
Un murmullo recorrió al grupo, pero antes de que las discusiones se caldearan, Michel intervino con calma:
—Es un punto válido. Es cierto que el tiempo necesario para conseguir provisiones es cada vez más importante. Apoyo la propuesta de Alan.
Los dos hombres intercambiaron una sonrisa de complicidad, reforzando la credibilidad de su sugerencia.
—Que levanten la mano los que estén de acuerdo —pidió Michel.
Salvo dos excepciones, todas las manos se alzaron.
Alan continuó con otro tema:
—Todos sabemos que la dirección del Faro es conocida, pero no su ubicación exacta. Propongo que tomemos una ruta más al norte, alejada del camino directo. De esta manera, podríamos cruzar dos líneas de visión y determinar dónde se encuentra exactamente. Eso también permitiría saber si apunta a un lugar en Italia o más allá, tal vez en la India, lo cual nadie desea. Teniendo en cuenta la curvatura de la Tierra, es probable que el Faro indique un punto vertical.
Las palabras de Alan provocaron una oleada de preguntas y comentarios en el grupo. Algunos se?alaron que esa ruta alargaría el viaje, pero eso no pareció alterar la tendencia general: la curiosidad y la necesidad de certeza dominaban. Bob tomó la palabra para confirmar el impacto logístico, a?adiendo que esa decisión requeriría una organización rigurosa. Michel, por su parte, permanecía en silencio, escuchando atentamente las posturas.
Finalmente, Michel se levantó y anunció:
—Estoy neutral en esta cuestión. Vamos a proceder con una votación.
Jennel propuso que la votación fuera secreta, una idea que se aceptó sin discusión. Rápidamente se distribuyeron trozos de papel recuperados entre las provisiones, junto con pedazos de carbón para escribir. Los miembros del grupo escribieron su elección y luego deslizaron las papeletas en una cazuela metálica que servía como urna improvisada. Una vez recogidos todos los votos, Michel los contó bajo la atenta mirada de los demás.
Por amplia mayoría, se eligió la ruta del norte. Michel se levantó, recorriendo al grupo con su mirada serena, y concluyó:
—Tomo nota. Queda por definir la ruta.
Así concluyó lo que Rose, con su habitual sentido del humor, acabaría llamando ?El Concilio de Avi?ón?.
Pero la velada continuó con una reunión restringida en la que participaron Michel, Alan, Jennel, Rose, Bob y algunos otros.
Michel anunció que se había reunido con Alan poco antes de su intervención y que éste le había preguntado si era conveniente, en interés del grupo, hacer una propuesta que podría contrariar sus propios planes. ?Le di luz verde?, aseguró Michel.
El cambio repentino de estatus de Alan se percibía claramente en el comportamiento de los demás. Aunque se trataba de ?propuestas?, estaba claro que había empujado un poco las decisiones. Jennel no decía nada, pero le apretaba el brazo con firmeza, con el rostro impasible.
Alan propuso dirigirse hacia el este para cruzar los Alpes siguiendo el curso del Durance. Pidió a Bob que formara un equipo para trazar una ruta con el mejor perfil. Bob aceptó y presentó una lista de nombres, justificando cada elección:
—Primero, Marie. Tiene un excelente conocimiento del terreno, sobre todo en monta?a, gracias a su experiencia en deportes al aire libre antes de la Ola. Luego, Thomas. Reacciona muy bien ante imprevistos y está acostumbrado a planificar itinerarios complejos. Después Jeanne, porque tiene un buen sentido de la orientación y una capacidad natural para mantener la calma en situaciones tensas. Y por último, Léo, por su fuerza física y su habilidad para transportar cargas pesadas si fuera necesario.
Alan hizo lo mismo con Rose en lo que respecta a los puntos de abastecimiento, precisando que ambos equipos debían trabajar en colaboración.
Michel, tras un largo silencio, agradeció a Alan con un tono medido:
—Gracias por tu implicación —dijo con una reserva palpable.
Luego, cada uno volvió a su tienda, salvo Bob y Rose, que se quedaron para organizar sus respectivos equipos.
Jennel, desde la sombra, murmuró a Alan:
—?Has terminado tu peque?o golpe de Estado, cari?o?
Alan esbozó una sonrisa discreta.
—Sí.
Ella asintió lentamente con la cabeza.
—Probablemente había que hacerlo. Pero te olvidaste de hablar con tu novia. Y ahora tendrás que aguantar su cara de enfado.
Apenas se habían refugiado bajo su tienda cuando estalló la tormenta con una violencia inusitada. El viento aullaba entre los árboles, sacudiendo la lona como si fuera a desgarrarla. La lluvia, al principio fina, se convirtió en un diluvio que golpeaba el suelo con fuerza, formando charcos que reflejaban los relámpagos que rasgaban el cielo. El trueno retumbaba tan fuerte que parecía provenir de las entra?as de la Tierra, cada estruendo resonando en sus pechos.
Jennel, que al principio estaba malhumorada, perdió toda se?al de disgusto. Se acurrucó contra Alan, sus respiraciones acompasadas.
—Es... aterrador —murmuró, con la mirada fija en la sombra ondulante de las ramas proyectadas por la luz de los relámpagos.
Alan le rodeó el hombro con suavidad.
—Pasará. Aguanta.
Permanecieron inmóviles, atentos, esperando una tregua que no llegaba. Los minutos se alargaron, el trueno sucediéndose sin descanso. El tiempo parecía suspendido, ahogado por la furia de los elementos.
Por fin, después de una hora que pareció una eternidad, la tormenta comenzó a amainar. El viento se calmó, la lluvia se convirtió en un murmullo sobre la lona de la tienda, y el silencio poco a poco volvió a imponerse, apenas perturbado por algunas gotas residuales.
Jennel, con los ojos entrecerrados, murmuró:
—Fue como si el mundo quisiera derrumbarse otra vez.
Alan depositó un beso en su frente.
—Pero sigue aquí, y nosotros también. Descansa ahora.
En la dulzura recuperada de la noche, finalmente se durmieron, exhaustos pero aliviados.