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CELDAS

  Hammya yacía en el suelo, temblando de miedo, con lágrimas recorriéndole el rostro. Apenas habían pasado dos horas desde su encierro, cuando la puerta se abrió de golpe. Una mujer de cabello corto, bata blanca y rostro inexpresivo entró en la habitación.

  —Levántate. Esto no es un hotel.

  Hammya intentó incorporarse, pero el miedo la tenía paralizada. El cuello no le respondía, como si su cuerpo se negara a moverse.

  —Ahora —ordenó la mujer con dureza.

  Acto seguido, le propinó una patada en el estómago.

  —?Duele! —gimió Hammya con voz entrecortada.

  Una segunda figura apareció. Se arrodilló frente a ella con evidente preocupación.

  —No le hagas eso —dijo con firmeza.

  —Siempre tan blanda con los objetos —replicó la primera—. Recuerda que son imitaciones, no humanos.

  La segunda mujer cargó a Hammya con suavidad.

  —Todo estará bien —susurró.

  —Sigues con esa mentira —bufó la otra, girándose para marcharse—. Ella morirá o quedará como un vegetal.

  —?Puedes hacer silencio?

  —Je. Encárgate tú sola. Yo tengo a alguien que ver.

  La mujer desapareció por la puerta. La otra suspiró con resignación.

  —Qué vulgar —murmuró, luego bajó la vista hacia Hammya y a?adió con una voz dulce y tranquila—: Todo está bien. Te llevaré al pabellón médico.

  La sostuvo con firmeza y la llevó en brazos por los pasillos.

  —Lamento esa brutalidad —dijo mientras caminaban—. Si este experimento funciona, habremos curado todas las enfermedades del mundo con una sola vacuna. Sólo… sólo resiste un poco más, por favor.

  Hammya no confiaba en ella. Sin embargo, la ternura en su voz, el calor de su abrazo y su forma de hablar llenaban su corazón de una esperanza inesperada.

  Cuando llegaron al supuesto pabellón médico, Hammya se dio cuenta de que no era lo que parecía. No era un centro de salud, sino una especie de parque interno colorido, decorado para disimular la verdad: una zona repleta de celdas. Un simulacro.

  La llevaron hasta la celda número 15.

  —Te traeré ropa nueva. Sólo espérame un momento —dijo la doctora antes de marcharse.

  Hammya se sentó en la cama. El silencio era denso… hasta que una voz la sobresaltó:

  —Hola, novata.

  Ella se asustó y retrocedió de golpe, chocando contra la pared.

  —?Wo, wo, wo! Tranquila —respondió la voz con tono conciliador.

  De entre las sombras apareció una chica de piel pálida y cabello negro corto. Llevaba un uniforme azul con un código de barras en el pecho derecho. Sus ojos y labios, también negros, le daban un aspecto peculiar.

  —Soy Dimitra Pe?aloza.

  —Soy… Hammya —respondió ella, temblando—. Hammya Saillim.

  —?Hammya? Qué nombre tan raro.

  —Me lo dicen a diario —respondió con una peque?a sonrisa amarga.

  Dimitra se acercó con cuidado y se sentó frente a ella, manteniendo una distancia respetuosa.

  —?Dónde estamos? —preguntó Hammya.

  —?No lo sabes? Es el pabellón médico.

  —No… no me refiero a eso.

  Dimitra ladeó la cabeza, divertido.

  —Somos prisioneros de los agentes.

  —No… no puede ser…

  —Triste, pero cierto —dijo con una sonrisa ambigua.

  —?Por qué sonríes?

  —Porque aquí estarás a salvo. No te harán da?o.

  —?No… lo harán?

  —No mientras "Madre" los controle.

  —?Qué?

  —Aquí están los especímenes valiosos. Solo ingerimos pastillas. Nada más.

  —Pareces conforme con eso…

  —Llevo tres a?os atrapado aquí. "Madre" ha sido muy cuidadosa. Amorosa, incluso.

  —?Cuántos hay aquí?

  —Contando a los caminantes, treinta y dos.

  —?Caminantes?

  —Oh, ellos son veinte. Chicos que fracasaron en los experimentos. Perdieron su identidad. No hablan, no miran, no piensan… sólo caminan.

  —?Y puedes sonreír ante eso?

  —No estoy feliz. Estoy triste. Pero las pastillas borran el químico que causa la tristeza y el miedo. Aunque quiera preocuparme, no puedo. Según "Madre", el efecto se disipa en tres días.

  —Ya veo…

  En ese momento, la doctora regresó con un uniforme limpio en las manos.

  —Tal vez no sea bonito ni esté a la moda, pero es mejor que andar con la ropa hecha jirones, ?no crees? —comentó con una sonrisa melancólica, mientras acariciaba con suavidad la cabeza de Hammya.

  —Dimitra…

  —Sí, Madre —respondió él de inmediato.

  —Cuida de tu nueva hermana —dijo la doctora con una expresión serena, aunque los ojos delataban un cansancio profundo.

  —Claro que sí, eso haré —respondió Dimitra con una sonrisa tenue, pero sincera.

  —Me alegra oírlo.

  La doctora se incorporó lentamente, y con pasos medidos se retiró, dejando sola a Hammya con la chica de cabello negro corto, ojos oscuros y labios de un tono igualmente sombrío. Dimitra tenía un uniforme azul algo desgastado, con un código de barras estampado en el pecho derecho. Aun así, tenía una presencia cálida que contrastaba con su aspecto.

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  —Tranquila, nadie te hará da?o aquí —dijo Dimitra con suavidad.

  Hammya se acercó con cierta timidez, cada paso cargado de desconfianza, y finalmente se sentó a su lado.

  —Tengo miedo... pero alguien me dijo una vez que debía ser fuerte —murmuró.

  —?Ah, sí? Me gustaría conocer a esa persona.

  —Tal vez te encantaría... o tal vez no. No es muy sociable —respondió con una leve sonrisa nostálgica.

  —Ja, ja... suena interesante.

  Hammya recorrió la zona con pasos lentos y la mirada inquieta. El lugar era mucho más grande de lo que había imaginado, con pasillos amplios y fríos que olían a desinfectante y soledad. No había ventanas. Todo era concreto, acero y silencio. No era sólo una prisión: era una jaula dise?ada para quebrar a quienes la habitaban.

  Algunos ni?os la miraban de reojo, con un miedo que no se atrevía a convertirse en palabras. Otros simplemente no miraban nada. Caminaban como autómatas, repitiendo trayectorias sin sentido, arrastrando los pies, como si ya no recordaran qué era ser humano. Algunos se quedaban inmóviles, parados o sentados, clavando la vista en un punto invisible del techo o del suelo, sumidos en un letargo sin fondo. Un par de ellos jugaban en silencio con objetos sin aparente propósito, un trozo de plástico, un botón, una cuerda rota, como si intentaran recordar cómo se jugaba, cómo era vivir.

  Hammya sintió que se le encogía el pecho.

  A pesar del ambiente gélido, hubo algo que le llamó profundamente la atención. La doctora. Entre la maquinaria del abandono y la vigilancia pasiva de los guardias, ella era la única figura que se movía con intención humana. Se agachaba frente a algunos ni?os, les hablaba con voz suave, los acariciaba con cuidado, como si aún quedara algo sagrado en ellos. Aunque estaba sola, sin ningún asistente y rodeada por ojos que observaban desde las alturas sin intervenir, ella se encargaba de todos. Vigilaba, alimentaba, consolaba. Y aunque sus gestos eran cansados, sus ojos mantenían una luz tenue, una resistencia que parecía imposible en ese lugar.

  Sin embargo, luego de caminar un poco, empezó a sentirse mal, y de la nada, perdió el conocimiento.

  A la ma?ana siguiente, Hammya despertó con una sensación extra?a. Tardó unos segundos en notar que su cabeza reposaba sobre el regazo de Dimitra. Se incorporó bruscamente, sonrojada y avergonzada.

  —?Ah! Lo siento…

  —?Dormiste bien? —preguntó Dimitra, con una mirada comprensiva.

  —Yo… bueno… sí, supongo.

  —Me alegra saberlo. Oye, recuerda que no suelo alegrarme en estas condiciones… pero en verdad estoy feliz de tener una ?Compa?era de cuarto? Digo esto porque probablemente ma?ana se te pasará el efecto de la droga. Y entonces, necesitarás a alguien.

  —Gracias…

  —No hay por qué —respondió ella, encogiéndose de hombros.

  Un zumbido sordo recorrió el pasillo. Las puertas de las celdas se abrieron una a una, y los ni?os comenzaron a salir en silencio. Muchos caminaban como si no estuvieran del todo presentes. Algunos se detenían en las esquinas, golpeaban el suelo sin razón, o giraban en círculos sin rumbo hasta caer agotados.

  —Ellos son los caminantes —explicó Dimitra, mientras ambas salían de la celda—. Supongo que ya tuviste el placer de conocerlos, pero, relájate, no te harán da?o.

  —Pobres personas… —murmuró Hammya, con un nudo en la garganta.

  —Sí… siempre me pregunto si terminaré igual. Pero también me aferro a la esperanza de ver a mi madre algún día.

  En ese momento, un ni?o muy peque?o, de apenas cinco a?os, chocó contra Hammya. Tenía los ojos completamente blancos, como si la vida se hubiese apagado en su interior. No reaccionó, solo siguió caminando.

  Dimitra tomó con delicadeza la mano de Hammya y la apartó a un lado.

  —Ese peque?o es Axel. Llegó hace dos meses. Siempre camina por esta zona. Ya es parte del paisaje.

  Hammya no respondió. Solo apretó la mano de su compa?era.

  —Vamos, es hora de comer. Tengo hambre —dijo Dimitra, intentando animarla.

  El pabellón de alimentación era amplio y colorido, una decoración enga?osa para un lugar que encerraba tanto dolor. Hammya se sentó en una de las mesas, y Dimitra, por costumbre, se colocó a su lado. Pronto llegaron más ni?os, muchos de ellos en estado vegetativo.

  La doctora, llamada Toledo, apareció poco después, empujando una olla metálica. La comida era sencilla: arroz con trozos de pollo. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Hammya fue la dedicación con la que la doctora servía personalmente a cada ni?o. A los que no podían tragar, les movía la mandíbula con delicadeza.

  —Por cierto, Hammya —dijo Dimitra, observándola de reojo—. ?Qué es eso en tu cintura?

  —?Cómo? —Hammya miró rápidamente su espalda.

  —No lo sé. Apareció hace poco. Y tampoco entiendo esta cola, parece que tiene vida propia.

  —Curioso ?Tienes algo más?

  —Sí, también... unas alas.

  —Wow, un verdadero ángel, que afortunada soy ?Quieres una plegaría de esta humilde servidora?

  —Por favor...no.

  Hammya bajó la vista, sin saber si sentirse avergonzada o confundida. Comió con resignación una especie de polenta de sabor neutro. No era desagradable, pero tampoco sabrosa. Era alimento… y nada más.

  Al finalizar la comida, los ni?os comenzaron a recoger sus platos y a dejarlos en una bandeja común. Uno de ellos tropezó y cayó al suelo, esparciendo el contenido. Hammya se levantó instintivamente para ayudar, pero fue la doctora quien llegó primero y asistió con ternura al ni?o.

  —Ella… es quien está a cargo del lugar, ?verdad? —preguntó Hammya en voz baja.

  —Sí… —respondió Dimitra—. Alguien con un corazón así en un sitio como este… es casi un milagro.

  Más tarde, Hammya caminó por los pasillos buscando una posible salida, pero pronto descubrió que era inútil. Solo había una gran puerta al final del pabellón, completamente sellada. Las paredes eran de acero, frías e impenetrables.

  De repente, un timbre sonó con estridencia.

  —No… —susurró la doctora, alarmada—. ?Qué pasa ahora?

  La puerta se abrió con un chillido mecánico. Un hombre con bata blanca, acompa?ado de dos guardias armados, entró con paso firme.

  —Oh, maestra Toledo —saludó con una sonrisa fingida.

  —Asesor Sid —respondió ella, con recelo.

  —Vengo por el espécimen nuevo.

  —Ella está bajo mi supervisión.

  —Y no vengo a quitártela. Solo compartiré la tutela. No es ilegal, y está en el reglamento.

  —Pero…

  —Puedes presentar una queja al patriarca, si lo deseas. Pero eso no impedirá que tenga acceso a ella.

  Sid caminó hacia Hammya, pero la doctora se interpuso. Uno de los guardias, sin mediar palabra, la golpeó con el arma en el rostro. Cayó al suelo con un quejido.

  —?Eh! Nada de violencia —dijo Sid con hipocresía, esbozando una sonrisa torcida.

  —Sí, se?or —respondió el guardia, sin convicción.

  Sid tomó a Hammya del brazo. Ella miró a la doctora, sangrando en el suelo, con el corazón encogido.

  Y fue arrastrada fuera del pabellón.

  Hammya intentó luchar, desesperada, pero cada vez que forcejeaba, el científico le respondía con violencia. Primero fue un pu?etazo seco en la mejilla, luego una cachetada que la dejó aturdida.

  —Dios... así estaremos hasta ma?ana —refunfu?ó Sid, fastidiado, antes de mirar a los guardias con desdén—. ?Atenla!

  Los hombres obedecieron sin vacilar. La inmovilizaron con brutalidad y la arrojaron al suelo como si fuera un objeto, mientras Hammya lloraba en silencio, el rostro pegado al frío concreto. La doctora Toledo intentó intervenir, dando un paso hacia ellos con desesperación.

  —?Déjenla tranquila! ?Es solo una ni?a!

  Pero Sid no toleró su interrupción. Se volvió hacia ella y, sin pensarlo, le cruzó el rostro con el dorso de la mano.

  —Por personas como usted es que la ciencia no avanza —gru?ó, el rostro deformado por una ira casi fanática—. ?Cuántas veces tengo que decirlo? ?No son humanos!

  Pisó la espalda de Hammya con fuerza, clavando su bota con crueldad.

  —Mírala... ?Acaso es natural que alguien tenga el cabello verde?

  Acto seguido, le agarró la cola con una rudeza salvaje.

  —?Crees que un humano tiene una extremidad como esta? ?Qué es, una persona o un animal? ?Humana o un mono?

  Tiró con violencia, desgarrándole un grito de dolor a Hammya. Su espalda se arqueó por el reflejo del sufrimiento. Los guardias apenas parpadearon.

  —Criaturas pútridas, aberraciones que se creen humanas —masculló Sid con odio mientras la soltaba—. ?Son parásitos! Viven de la humanidad como garrapatas, y aun así se atreven a tener emociones.

  De pronto, sin previo aviso, le estampó una bota en la cara, hundiéndola más en el suelo.

  —Deberían sentirse agradecidas —continuó con un desprecio seco—. Les ofrecemos sus cuerpos a la ciencia. Es un honor que ni entienden.

  Hammya lloraba. No solo por el dolor físico, sino por la humillación, por la impotencia. Apretaba los pu?os, peque?a y vulnerable, mientras la rabia le quemaba por dentro.

  —?Qué? ?Estás enojada? —rió Sid, sádico.

  Le retiró el pie de la cara solo para patearle el vientre. Hammya se encogió en el suelo, sollozando, su voz escapando de su garganta como un lamento roto.

  —?Se?or Sid, por favor, deténgase! —suplicó la doctora Toledo.

  La respuesta fue una bofetada.

  —Cuida tus palabras, doctora —le dijo en voz baja, cargada de veneno—. Yo fui quien te dio este puesto... y también puedo quitártelo.

  De pronto, una alarma estalló por los pasillos con un chillido metálico.

  —?Qué rayos ahora? —gru?ó Sid, girando la cabeza.

  Un soldado irrumpió en la sala, jadeando, la cara empapada en sudor.

  —?Se?or Sid! ?Nos atacan!

  —?Qué?

  Unas horas antes

  En un despacho frío del cuartel de Kanghar, Candado Barret observaba un mapa desplegado sobre la mesa. Junto a él estaban los líderes del sector y un pu?ado de expertos militares. El ambiente era denso, cargado de tensión.

  —No puedo creerlo.

  —Lo sé, Jaqueline —respondió Candado con el ce?o fruncido.

  —Están en Corrientes —dijo Héctor, sorprendido, tras verificar una coordenada—. ?Y ahora? ?Cómo procedemos?

  Candado alzó la vista del mapa y miró a los presentes. Su expresión era dura, implacable.

  —Sencillo, limpieza. Llamen al escuadrón dedicado a esto.

  Los murmullos estallaron de inmediato. Todos sabían lo que eso significaba.

  —?Candado, estás seguro? —preguntó Banu, con voz grave.

  —Son agentes —replicó el muchacho, sin dudar.

  Banu suspiró, derrotada.

  —Voto en contra.

  —Yo igual—dijo Héctor, con gran pesar.

  Candado asintió con respeto y miró al resto de los presentes.

  —?Alguien más?

  Silencio. Sólo Banu y Héctor levantaron la mano.

  —Entonces se aprueba.

  —?Cuándo se movilizarán? —preguntó Nelson.

  —Hoy —respondió Candado sin pesta?ear.

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