El aire era rancio.
Cargado con un olor a sangre, sudor y piedra calcinada, el aroma de la muerte era inconfundible. Y entre todo ese caos, se alzaban las ruinas de aquel bastión Feranio, casi vacío ahora que la mayoría de los soldados enemigos se habían retirado en un movimiento estratégico, los gritos se habían desvanecido horas atrás, dejando sólo el crepitar de las ardientes llamas extinguiendose lentamente.
Los Prixinos descendieron a través de los túneles con cuidado, esquivando cuerpos sin vida de sus camaradas y enemigos por igual. Algunos, debido al fuego que los habitantes de Ferania eran capaces de generar y controlar, se encontraban prácticamente irreconocibles e irradiando un olor a carne quemada que los asqueaba.
—Aquí abajo —dijo un soldado, su voz ronca se hizo oír a través del casco de su armadura—. Las celdas, las he encontrado.
El capitán Zehran alzó la mano, ordenando silencio. Frente a ellos, una pesada compuerta de hierro semicubierta por roca fundida bloqueaba la entrada a la prisión subterránea. No necesitaban abrirla para saber lo que había dentro. El hedor los había alcanzado ya: heces, orina, y algo más… más rancio, más injusto. El olor de la crueldad.
Haciendo volar la compuerta con un choque de aire comprimido al extender su mano, el Capitán observo emerger un pasillo húmedo, angosto, donde los muros manchados de sangre les recordaban las inhumanas condiciones en las que eran tratados los prisioneros… como si no fueran humanos. Varios Prixinos entraron en formación, revisando celda por celda, hasta que uno de ellos se detuvo en seco.
—?Capitán! ?Aquí hay una viva!
Zehran se acercó a paso rápido. En el rincón más oscuro de la celda, encogida sobre sí misma como una mu?eca rota, estaba una mujer. Su piel morena, cubierta de hematomas, se confundía con la tierra del suelo. El cabello, enmara?ado y sucio, ocultaba parte de su rostro. Pero cuando alzó la mirada, fue imposible no ver el fulgor alsunrio en sus ojos dorados, aún intacto, aún resistiendo.
—Mi nombre es Zehran, capitán del escuadrón Nimbo —le dijo él, arrodillándose con respeto—. Hemos venido a liberarte.
Ella no respondió al principio. Solo sus labios secos se movieron, apenas un susurro fue lo que salió de estos con dificultad:
—Demasiado… tarde…
Zehran frunció el ce?o. Luego, su mirada descendió lentamente hasta su abdomen. Apenas estaba redondeado. Su embarazo apenas era notorio.
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Sintió que su estómago se revolvía ante la situación, apretó su mandíbula para no proferir una maldición; a sus ojos, los feranios eran unas bestias.
Indicó entonces a sus hombres que la sacaran de allí con cuidado, pues sus sus piernas estaban rotas. Cubriendo el cuerpo desnudo de la joven mujer, Zehran no hizo preguntas, no se tenía que ser demasiado inteligente para saber por lo que aquella mujer había pasado.
Mientras los pasos resonaban sobre el suelo de piedra, el escuadrón Prixino avanzó con la mujer en brazos y los otros pocos sobrevivientes, abriéndose paso entre las sombras del bastión en ruinas.
Ninguno de ellos dijo una palabra.
El silencio era por respeto, porque sabían que lo que acababan de presenciar no sería lo peor que verían en aquella guerra. El hombre al mando caminaba a la cabeza, su mirada fija hacia adelante, pero su mente aún atrás, en aquella celda. En los ojos dorados de la mujer. En esa voz que no suplicaba, que no lloraba, sino que le recordaba que había llegado demasiado tarde.
Al salir al exterior, el cielo les dio la bienvenida con un sol cubierto por el humo de incendios lejanos. La mujer cerró los ojos, como si la luz misma le doliera. El viento le revolvió el cabello sucio, y un estremecimiento recorrió su cuerpo maltratado. Zehran se quitó su capa y la envolvió también con ella.
Quería que, al menos por un momento, no sintiera frío. Ni miedo, quería demostrarle que ahora estaba segura.
—?Nombre? —preguntó uno de los soldados que aguardaban en el perímetro, llevando la lista de civiles y prisioneros rescatados.
Zehran dudó, luego miró a la mujer. Ella abrió los labios con esfuerzo.
—Sarnai.
La voz era tan débil como el susurro del viento primaveral, pero contenía algo… una fuerza única, tan característica de los alsunrios. El soldado anotó el nombre sin comentarios. Para ellos, era una más. Para Zehran, era otra razón por la cual la guerra no podía seguir por más tiempo, y mucho menos, terminar sin justicia.
El campamento Prixino estaba instalado a pocas leguas, ubicado en la pradera, con murallas temporales construidas con magia terrestre. En cuanto llegaron, un sanador Daylense acudió rápidamente a atenderla. Mientras le limpiaban las heridas y curaban sus huesos rotos, la sangre seca comenzaba a desaparecer de su cuerpo maltratado junto a la suciedad, al igual que toda cicatriz física, Sarnai no dijo una palabra más.
Solo miraba al techo de lona con ojos fijos, como si estuviera atrapada todavía en aquella celda.
Hasta que, de pronto, al anochecer, decidió hablar con calma:
—No lo criaré con odio. —La voz era firme ahora, seca como el desierto, templada como la piedra y cargada de una seguridad que enorgulleció en cierta forma al capitán—. Pero sabrá la verdad. Desde el primer día, sabrá quién es.
Zehran la miró desde la entrada de la tienda. No dijo nada, no era quien para opinar, pero dejó que su cabeza asintiera lentamente en reconocimiento.
—?Cómo le llamarás?
—Fulkan.
Fue la única respuesta que emitió, mientras que sus manos se posaban en su abdomen abultado, acariciándolo con una mezcla de sentimientos que aún no sabía como definir.
Con la guerra aún lejos de terminar, sin saberlo, en algún lugar del mundo, más de un hombre había firmado su sentencia de muerte.